El día de la gran fiesta final amaneció como merecía. La ciudad sentía los rayos de sol y las macetas regalaban colores y su fragancia a todos los que habían salido a pasear temprano por las calles engalanadas. Las sonrisas florecían bajo el sol amable y el viento tranquilo, que llevaba frescor y alegría en sus alas. Las persianas subían y las ventanas mostraban caras amables, ancianos que habían pensado que no verían unos días tan azules como los de su infancia, desconsolados que de repente sentían el consuelo de la comunidad, sus compañeros, sus amigos, para que no se sintieran solos. Parejas de la mano, niños que corrían y jugaban, aves congregadas sobre las ramas de los árboles en flor formando una orquesta armoniosa que acompañaba los paseos por la plaza iluminada.
Los edificios fueron vaciándose mientras la luz pálida del atardecer se iba tiñendo rojiza y ocupaba los rellanos y las habitaciones interiores sin nadie que pudiera verla. El río arrastraba su rumor bajo el puente con más pasión que nunca, entre riberas reverdecidas de sauces y álamos, arbustos y hierba fresca. Las tiendas, las bibliotecas, los mercados quedeban abiertos y sus escaparates parecían más brillantes que nunca, aunque pocos miraban. Desde la calle principal llegaban los hundidos hacia el momento del reencuentro. Niños que no habían conocido a sus madres, amantes arrancados del seno del cariño por la realidad amarga, amigos una vez enfrentados se reunían, se abrazaban, miraban los ojos del otro y apenas podían hablarse más que con ellos. No encontraban las palabras, pero no importaba. La hora del reencuentro y la reconciliación definitiva había llegado, traída por las nubes blancas que como pinceladas resaltaban el azul diáfano del cielo. Y ya sería para siempre.
Los coches y los tranvías se detuvieron, salvo quienes llevaron a los que no podían caminar hacía la hierba, las colinas o la ribera. Se compartía la comida frugal, y la fruta bajo esa tarde sabía más jugosa que nunca. Y el agua en la garganta sonaba como una melodía. Los novios se abrazaban tumbados y miraban jirones de nubes, sentían el viento entre ellos y acariciaban los rostros amados. Otros cantaban, se bañaban en el río, jugaban con los niños y bromeaban. Los paseantes saludaban a aquellos que formaban parte de sus paisajes vitales, el mecánico, el dentista, el panadero, el maestro de los niños. Y el sol declinando mostraba la luz más favorecedora sobre ellos, para poder ser valorados por lo mejor que habían hecho.Los pequeños defectos, como las espinas de una flor, no tienen importancia, menos en un día como aquel, la gran fiesta final. La tarde pasó en aroma de celebración y simpatía. El viejo puente ofreció sombra y pilares para descansar. Y el viento que comenzó a levantarse no halló a nadie en la ciudad mientras se dirigía a las afueras donde la población de la ciudad aguardaba, con cierta aprensión, pero con serenidad.
Empezaron a sentir el frío y se abrigaron, pues sabían que el mensajero les había dicho que esas ráfagas iniciarían el crepúsculo. Asombrados y estremecidos, cogidos de la mano, de los hombros o cercanos a quienes querían, hombres y mujeres alzaron la vista, mientras sus animales se enredaban en sus piernas. Algunos se sentaron. Entre los gritos del viento, podían verle la cara al sol, sin apartar la suya. Vieron como se volvía naranja, como crecía hasta ocupar el cielo y les otorgaba claridad y calidez, protegiéndolos del arisco viento, distorsionando su visión como el fuego del hogar, como una lámina de agua entre los ojos. No era molesto, la cercanía y la sonrisa refulgían sobre esa caras iluminadas. Ella lo abrazó y él la beso suavemente en los labios. Se miraron, sonrieron y apretaron sus manos entrelazadas, antes de volver su vista hacia aquella luz que llegaba de otro mundo mejor y contemplaron en el día de la gran fiesta final, el último y más bello atardecer del mundo.
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