La noche es suave. Entre las callejuelas que he ido transitando con paso nervioso se oían los transistores que se mezclaban entre las ventanas abiertas con los gritos y las risotadas de algunas familias y amigos, llevadas por el viento hacia la tranquilidad del río. Y desde esos solares llenos de hierros que formaban una catedral de tubos azulados y alambres, parecía ser accesible la visión de alguna estrella cercana. Las luces de las farolas se contoneaban y mi sombra crecía hasta desaparecer y volver a formarse desde la oscuridad, al ritmo monocorde de mis pasos gastados. Llegué a la orilla del río, sentí su rumor bajo el puente y miré el cielo claro.
Volvimos a reñir. Volvía a reprocharse no haberse ido nunca, a pesar de las amenazas, y yo ni siquiera la escuchaba, víendola con ojos cansados, oyendo un silencio atronador mientras movía sus labios que no hace tanto alegraban la vida. No sé que dije, ni sé que gritaba cuando cerré la puerta. Aún ahora, cuando todo se derrumba como una cordillera que se ahuecara por su mismo centro, no soporto verla llorar. Prefiero estar solo y pasear, aunque me imagine que doy otra palada en la tumba. Cualquier cosa antes que sentirme así, en el centro del remolino. No sé cuanto tiempo llevo caminando. Crucé la Avenida y se veían algunos coches afluyendo hacia el centro, pero poca gente paseando entre las calles secundarias. O quizá ni siquiera he visto nada ,cegado por la ira, la incomprensión y la culpa. No sé por qué debiera sentirme culpable pero es una sensación ardiente y aturdidora. El calor de la calle y la noche se mezclan, y quizá me confundan, sin embargo. Hace muy bueno, dos hombres sin chaqueta caminan a lo lejos en la acera, y en pleno invierno de mi descontento, mis brazos arden, y mi interior se desvanece y vacía en un impulso de dolor casi físico. Pero qué digo. Simplemente, me siento mal, y esta vez, ni siquiera el aire de esta noche cálida parece aliviar la pérdida de cada día que a cada hora me destruye para volver a renacerme distinto.
Recuerdo que no hace tanto, esos labios sonreían y besaban. De hecho, cada vez que la veo, la imagino así, como en los buenos tiempos. Y ahora reflejan crispación y temor. Desde que la fábrica cerró, todo ha ido mal. Muchos compañeros se han largado de la ciudad, buscando otra vida. Y a los pocos que se quedaron, no los he vuelto a ver. Dijimos que nos mantendríamos en contacto, pero no quiero que me vean así. Y supongo que ellos piensan lo mismo. No quiero que nadie me vea así, y no quiero verme. Y esta desesperación primero me angustiaba, antes de caer en este marasmo inmóvil que envenena mis días. A veces, uno se siente aislado de todos, y encerrado en su mundo, y desearía cualquier cosa que le permitiera unas vacaciones de sí mismo. Quizá sea no tener trabajo. Quizá sea este mundo, y nada más que eso. Voy a tomarme un trago.
El camarero ofrece una turbia sonrisa antes de saludarme, y la sonrisa con la que me llama amigo resulta turbia. Traté de empezar una conversación con él, pero plena de lugares comunes, no se me ocurrió cómo podría seguir manteniéndola, así que he puesto mi vista en el vaso, y pintado en el líquido oscuro de mi bebida, emergen los recuerdos; y los gratos son más dolorosos. En el otro lado de la barra, una pareja se reía y habló con nosostros unos instantes, aunque ahora se han enfadado por cualquier idiotez. Hace tiempo leí que uno se enamora porque hace un esfuerzo por ofrecer su mejor cara a alguien que se esfuerza en ver sólo esa misma cara. En fin, puede ser. Ahora mismo, apostaría contra cualquiera que sólo hay gente que no se entiende, ni a los demás ni a sí misma, halcones solitarios surcando un cielo oscuro entre batir de alas silenciosos que acaban en un susurro ahogado y acaban pronto. Lo malo es que no sabría ni que apostar, esta noche todo me parecería banal. Y sin embargo, hace muy buena noche. Y es una noche maldita, en la que se confirmaron los presagios que llevaban tiempo apareciendo. Por qué no habré sido más atento. Por qué las cosas ya no son como eran. Por qué estaré aquí. Si al final de esta noche, ella seguirá en casa. Si hay alguna posibilidad de voltear este destino implacable que he ayudado a instalarse en mis días.
La mujer se ha enfadado al ver que su acompañante seguía enfadado y pedía otra copa, me ha mirado pero he rehuído su mirada, ahora sólo soy capaz de soportar la de ese perdedor cansado que me observa desde el fondo del vaso. El hombre me ha preguntado si me apetece una copa. Por qué no. Les miro y nos veo, y les veo como me veo ahora. Desilusionados, aburridos, enfadados, incapaces de salir de sí mismos un sólo segundo, con esa pesada carga creciendo. Y es un peso que nunca deja de moverse e incomodar. En fin. Ojalá ellos se salven, pero no creo que haya una sola alma en esta atormentada ciudad ni en este desdichado mundo que lo haya logrado. El hombre que recibe otra copa por cortesía de un desconocido y trata de sonreir amable y el camarero hablador que la entrega no parecen haberlo hecho, al menos.
Saco una foto y la miro sobre la barra, me estremezco. El camarero me mira. La mujer mira sus uñas y hace esfuerzos por pareces despectiva con su hombre. Y el hombre tiene la mirada perdida. La luz de fluor del local nos muestra a las miradas de los pocos paseantes que a estas horas surcan la calle y la oscuridad. Halcones solitarios, halcones de la noche
Nighthawks, Edward Hooper
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