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Abel subió las anchas escaleras sin saber lo que se encontraría en el exterior. Al terminar, el sol le cegaba y tuvo que hacer visera con una mano para ver un parque en la acera de enfrente y edificios muy altos que creía reconocer; de algunas fotos quizá. Giró para orientarse y vio que sobre unas barandillas que bordeaban el hueco de aquella escalera un cartel con forma de rombo indicaba que era la boca de Metro de Plaza de España. Por aquel agujero del que había salido al aire libre entraba y salía constantemente una cantidad extremadamente alta de personas como para quedarse parado, así que se apartó y se dirigió a la esquina más cercana; la que hacía con Gran Vía.
Abel subió las anchas escaleras sin saber lo que se encontraría en el exterior. Al terminar, el sol le cegaba y tuvo que hacer visera con una mano para ver un parque en la acera de enfrente y edificios muy altos que creía reconocer; de algunas fotos quizá. Giró para orientarse y vio que sobre unas barandillas que bordeaban el hueco de aquella escalera un cartel con forma de rombo indicaba que era la boca de Metro de Plaza de España. Por aquel agujero del que había salido al aire libre entraba y salía constantemente una cantidad extremadamente alta de personas como para quedarse parado, así que se apartó y se dirigió a la esquina más cercana; la que hacía con Gran Vía.
Se quedó atónito ante las cristaleras de Starbucks Coffee; nunca había visto una cafetería con nombre extranjero del que no paraba de entrar gente, que salía rápidamente con un extraño vaso de plástico por el que humeaba un supuesto café. Pensó que sería por no caber tanta gente en su interior, y se preguntaba si era una zona con pocos lugares donde tomarse un café y una copita de coñac tranquilamente. La visión de tal espectáculo le hizo desearlo y se dispuso a buscar ese lugar que sin duda existía en alguna de esas calles cercanas. Subió por Gran Vía.
Pasó de largo ante un restaurante con nombre que le pareció mejicano y se detuvo ante un bar con una gran entrada. Era curioso; la barra, vacía de clientes, era muy pequeña en comparación con el tamaño del local que estaba atiborrado de mesas todas llenas de gente parlanchina comiendo y bebiendo con inusitada rapidez, tanto que quedó espantado y decidió seguir buscando en la acera de enfrente, más poblada de transeúntes. Sería por estar más soleada.
Justo enfrente del bar Cañas y Tapas hay un paso de peatones, y se dispuso a cruzar. Una mujer le sujetó del brazo fuertemente, ya que no tenía permiso para cruzar. Ante la mirada de asombro de Abel, la mujer le señaló el hombrecito rojo de la otra acera, al que miró con cara de suma ignorancia; de pronto lució el hombrecillo verde y le indicó de nuevo que ya tenía permiso para cruzar.
Mientras cruzaba, vio en la acera un grupo de personas caminando ante un teatro que anunciaba La bella y la bestia. “¿No era una película?”, pensó; pero se centró en el grupo de hombres que paseaba. Uno de ellos, de unos treinta y cinco años, bien trajeado y melena corta, le llamó la atención. No destacaba demasiado en altura, pero sí la fortaleza que parecía tener su ancho cuerpo. “Le conozco de algo” pensó Abel, y procuró acercarse disimuladamente, aunque andaban demasiado deprisa para él.
Al menos se frenaron para cruzar la calle General Mitre, lo que le daba un respiro, y pararon ante un espantoso bar que decía ser museo del jamón, como pensando si entraban o no. Abel se frenó sin quitar la vista del hombretón. ¿A quién le recordaba? ¿Un actor de cine, quizá?. Se lo tendría que preguntar, a pesar de la vergüenza que sentía, porque sabía que estaría rondando por su cabeza todo el día hasta dar con su identificación.
Los hombres señalaron hacia delante y dieron unos pasos. Justo al lado, sólo separado por un portal que parecía un hotel, había un lugar más elegante llamado De María o algo así que anunciaba parrilla y allí entraron. Abel dejó pasar unos segundos y entró al restaurante.
Nada más entrar vio sentarse al grupo en una gran mesa, pero el hombretón no estaba; puso cara de fastidio pero pensó que habría ido al baño y decidió esperar rechazando a un empleado del local que se interesó por su presencia. El hombretón apareció sonriente y se dispuso a ocupar su lugar en la mesa. Fue entonces cuando Abel lo abordó dándole unos toques en el hombro.
- Perdone, su cara me suena…
- ¡Papá! – respondió el hombretón, asombrado - ¿Qué haces tú aquí?
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