El escritor GUILLERMO SACCOMANNO escribió este breve relato en el diario argentino Página/12 el 16/8/1997. En él cuenta los problemas de un ex combatiente para reinsertarse en la vida normal luego de la triste experiencia de Malvinas, de la que el último jueves se cumplieron 28 años de su inicio
Vaya esta narración como homenaje a todos esos argentinos que dieron la vida por nosotros para los que volvieron de ese infierno y fueron relegados al olvido colectivo. Para finalizar León Gieco acompañándonos como en cada momento importante de nuestra vida
Después de quince años, Alberto vuelve a ponerse una camisa, una corbata, un traje y zapatos casi nuevos. El uniforme de pedir trabajo, piensa mirándose en el espejo mientras Lili, su mujer, le pasa un cepillo por los hombros. Té queda bien, le dice. Pero Alberto está pensando en otro uniforme. Está pensando en Malvinas. Mejor no pensar en aquello, se impone. Y le sonríe a Lili. A Alberto no le gusta esta ropa desecha por su cuñado, un tipo al que desprecia. La camisa, el traje, los zapatos tienen el olor de ese tipo. A Alberto le cuesta disimular una incomodidad que se le parece al asco. Finge una sonrisa y aplomo. Besa a su mujer, y sale a la calle, a esa entrevista.
Cuando volvió de Malvinas, Alberto estaba en la mitad de su carrera de administración de empresas, era empleado de una metalúrgica y esperaba casarse con Lili. El insomnio, las convulsiones apenas conciliaban un poco el sueño, lo convirtieron en la sombra del que había sido antes de la guerra. Alberto abandonó el estudio, perdió el trabajo. No obstante, Lili siguió a su lado. Luis, su cuñado, le prestó uno de sus taxis. Luis trabajaba en una financiera. Luis siempre ganaba cuando muchos, como él, Alberto, perdían. Luis es ambicioso, lo justificaba su hermana Lili, pero no es mal tipo y tiene un corazón de oro. A pesar de que Alberto no sacaba nada con el taxi, se casó con Lili, que era secretaria en la Municipalidad. Cuando los taxis dejaron de ser un negocio rentable para su cuñado, los integró a una flota con radiollamada. En más de una ocasión Alberto tuvo entredichos con el encargado de la flota, un policía retirado. Alberto terminaba las discusiones agachando la cabeza. No podía morder la mano que le daba de comer, la mano de su cuñado. Tenía que aguantar. Y aguantó quince años. Hace unas semanas Lili le dijo que era hora de que largara el taxi. Se estaba arruinando el cuerpo y los nervios. Alberto había aprendido en Malvinas que el cuerpo y los nervios son una sola cosa, pero no lo dijo. Lili le contó que había hablado con su hermano. Luis tenía algo para él.
Entre indulgente y patriarcal, su cuñado lo invitó hace un par de días a tomar un café en un bar de la City. A los treinta y cinco, le dijo su cuñado, se puede empezar de nuevo si se considera la vida como un renacimiento permanente. La filosofía de Luis, pensó Alberto, venía de esos libros de management y autoayuda que respaldaban su actitud de ganador. En la financiera de unos conocidos suyos precisaban un empleado de confianza. Por la ropa para la entrevista, le dijo Luis, no tenía que preocuparse. Los dos eran, más o menos del mismo talle. Y Luis disponía de un montón de pilchas que ni usaba. Esta camisa, esta corbata, este traje, estos zapatos que lleva al bajar del subte, subir a la superficie, caminar por el centro. Antes de entrar en el edificio, Alberto se mira en el reflejo de una vidriera. Ese que ve es un pariente lejano de sí mismo. Levanta la punta de la corbata, la huele. No soy yo, piensa. Le repugna el perfume de Luis, su envase. Lo atiende un ejecutivo de personal, lo hace pasar a su despacho. Alberto completa una planilla mientras el otro revisa sus documentos. Vos estuviste en Malvinas, lo mira fijo. Alberto tarda una eternidad en contestar. El ejecutivo busca ser condescendiente. Vos sabés, le dice. Y se corta. No digo que sea tu caso, se justifica, pero todos volvieron medio loquitos. Yo no tengo nada que ver con la decisión de la empresa. El ejecutivo le retira la planilla, le devuelve los documentos. Son órdenes de arriba, se disculpa. Alberto se para. El ejecutivo echa hacia atrás el asiento, como presintiendo. Alberto se le tira encima, lo golpea. Agarra un cenicero, lo arroja contra la pantalla de una computadora. El otro aprovecha la oportunidad para huir. Alberto levanta una silla. Destruye todo lo que ve en el despacho.
Cuando entran los tipos de seguridad, Alberto está sentado en un rincón, llorando, desnudo
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