Es, sin duda, el ser más nombrado en la historia del mundo. Desde el comienzo de los tiempos, desde que los primitivos homo sapiens rezaron a la luna sintiéndose amparados por su tenue resplandor, su nombre ha perdurado en el corazón de millones de personas, malvadas e inocentes, cultas e ignorantes, en las grandes naciones y en las aldeas, en el desierto y en el mar, en todos los idiomas y dialectos.
Todos, en mayor o menor medida, le hemos invocado en alguna ocasión, unos para alabarle, otros para negarle, algunos para maldecirle, la mayoría para implorarle - un examen de selectividad, una enfermedad incurable, una primitiva que me saque de pobre, un amor al que no se decir adiós, un hijo que se ha echado a perder -.
Todos, en mayor o menor medida, le hemos invocado en alguna ocasión, unos para alabarle, otros para negarle, algunos para maldecirle, la mayoría para implorarle - un examen de selectividad, una enfermedad incurable, una primitiva que me saque de pobre, un amor al que no se decir adiós, un hijo que se ha echado a perder -.
Scarlett O’Hara le conjuró elevando al cielo una hortaliza. El Dalai Lama se lo llevó a vivir a los Himalayas. Stalin le expulsó del “paraíso” comunista. Pío XII le mantuvo bajo sospecha de colaboración con el eje. Teresa de Calcuta le devolvió la dignidad.
Su nombre es diferente para diferentes colectivos, bondadoso y comprensivo o terrible justiciero, una búsqueda personal o el reclamo sobre el que levantar un poderoso imperio capaz de dominar a las masas.
Por él los templos se elevan hacia el firmamento, los enfermos sanan sin que medie la ciencia, los caminos se colapsan de fieles seguidores y hasta el mundo se detiene para celebrar su aniversario. Sin embargo, la sangre derramada en su nombre podría llenar un océano, y, aún hoy en día, muchos siguen empeñados en enfrentar en combate a muerte varias nociones de un mismo ser con distinto nombre.
Cada vez somos más los que lo sentimos como algo que vive dentro de nosotros. Tal vez sea nuestra propia grandeza ignorada y se encuentre materializado en alguna parte de ese noventa y siete por ciento del cerebro que aún está por estrenar. Lo que está claro es que su existencia está ligada a nuestro yo sentimental y emotivo. Nadie suele pensar en él mientras resuelve una ecuación de segundo grado, cuando hace la lista de la compra o repasa la declaración de la renta. Sin embargo, todos nos preguntamos acerca de su verdadera naturaleza cuando pasamos por una amarga experiencia, cuando el miedo nos invade hasta el colapso o cuando somos testigos de la muerte ajena.
Y no se trata sólo de saber si seremos recibidos en el más allá por un glorioso comité de bienvenida. El mayor de los misterios sin resolver, el enigma jamás descifrado, la eterna pregunta que da vueltas en nuestra cabeza mientras observamos a dos operarios tapiar con cemento una losa aún anónima es - ¿Realmente existe? ¿Podrá el difunto ahora pedirle cuentas por haberle soltado durante ochenta años en mitad de un juego de rol que parece diseñado por un psicópata? ¿Podrá preguntarle por qué el norte y el sur, el raquitismo y la obesidad, los hospitales de campaña y los de Houston, los pozos insalubres y el riego por aspersión, el analfabetismo y los Master, las pateras y los transatlánticos, los niños soldado y la Playstation, los orfanatos y las clínicas de fertilidad, los fuegos artificiales y los bombardeos, la papilla de mijo y los masajes con chocolate, los campos de refugiados y los campos de golf? -
Nadie en su sano juicio puede creer en la existencia de un ser benévolo y todopoderoso que se quede impasible mirando cómo su amado planeta, producto de siete días de duro trabajo, se convierte en el reino de la crueldad y la injusticia, donde unos pocos millones de individuos condenan a una muerte prematura a la mitad de la población mundial. Sería más lógico que utilizase su poderoso dedo exterminador para acabar con la raza humana y esperar a darle una segunda oportunidad cuando los simios vuelvan a caminar en dos patas y le recen a la luna. Al menos, eso es lo que yo haría si el ser humano fuese creación mía y se me hubiese escapado de las manos de manera tan escandalosa.
El caso es que muchos seguimos sin encontrar la respuesta a tanto sin sentido. Y si quisiéramos hallarla, probablemente no tendríamos más que mirarnos al espejo. Sin embargo, a diario podemos encontrar en las más pequeñas cosas una energía luminosa que inmediatamente identificamos como sobrehumana, demasiado buena como para ser obra nuestra, una fuerza vital que, a veces, entre todo este maremagnum de desigualdades, nos hace pensar que somos especiales, privilegiados, amparados por una gracia divina, aunque sólo sea durante unos minutos.
Una bocanada de confianza que llega hasta nosotros como un soplo de aire fresco y que se encuentra en la música, en la naturaleza, en los buenos amigos, en los gratos recuerdos, en los cuidados de una madre, en las palabras que llegan en el momento justo, en la ayuda desinteresada, en las buenas intenciones, en esas casualidades que parecen demasiado casuales, en el calor de la familia, en la reconciliación ansiada durante años, en los juegos de los niños, en las enseñanzas del abuelo, en la inocencia de los animales, en la comida preparada con cariño, en las manos entrelazadas, en el salitre del Mediterráneo, en el amor de una hija, la mejor hija.
Yo tengo la suerte de poder escribir esto porque lo experimento cada día, y quisiera que todo el mundo se sintiese identificado con ello, pero sé que no siempre es así. A pesar de todo, seguiré buscando alguien a quien dar las gracias.
Al fin y al cabo, las creencias de cada uno son sagradas.
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Publicado por Io.
Esos pequeños grandes momentos especiales al fin y al cabo son los que nos dan la energía y alegría para vivir.
ResponderEliminarUn saludo lo ;)
Gracias, Emma.
ResponderEliminarNo hace falta ganar un Oscar para disfrutar de momentos mágicos. Se puede hacer a diario.
Un beso.