Lo que son las casualidades. Siempre había considerado a mis tíos los más sanos del mundo; cosa rara con esa pareja de hijos que tenían, pero enfermaron estando mis primos en Canadá en viaje fin de estudios. No se podían haber ido más lejos.
Nada grave, una gripe de caballo que no les dejaba salir de la cama, pero no podían estar solos. Allá que fui yo para echar una mano, ya que era el único con tiempo libre, para hacerles la compra, la cena… y ya de paso quedarme a dormir; ¡total, para volver al día siguiente!
Me pareció lógico elegir la habitación de mi primo, por ser los dos varones, que mis tíos no piensen nada raro, y ahí dejé mis cosas, en los pocos huecos que quedaban en el desastroso habitáculo. Ojalá me hubiera dado cuenta antes, pero no volví a entrar hasta la hora de acostarme, ya tarde para andar cambiando de idea. No puedo decir el color de las paredes; posters, banderitas, recortes de revistas… tapaban paredes y techo sin dejar un hueco libre ni para una chincheta. Era increíble.
Desde pequeño tengo que tener una pequeña luz en mi habitación; supongo que una mala costumbre inculcada por mis padres que no me he sabido quitar, así que encendí un pequeño flexo apuntando a una pared y me dispuse a pasar la primera noche. La cama está pegada a una pared, como suele ser normal, y como primera posición, costumbre en mí, me acosté encarado a esa pared, de espaldas al resto del mundo.
Entreabrí los ojos, y ante mí había una sonriente calavera en cuyos huecos oculares unos puntitos blancos me hacían creer que me miraba fijamente. ¿Cómo se le ocurrió a mi primo poner semejante dibujo a la altura de la almohada? ¡Está loco! Aparté mi cara del rostro del finado pero eso no era suficiente; era como si su mirada se clavara como alfileres en mis ojos, y decidí ponerme boca arriba. No podía creerlo.
El techo estaba lleno de páginas dobles de revistas con fotos de exuberantes mujeres en todas las posiciones conocidas. No pude sino abrir los ojos todo lo que pude tratando de captar los más ínfimos detalles de aquellas bellezas plasmadas en el lejano techo. Cuando noté que las contorsiones de cuello y cuerpo me harían crujir alguna vértebra, decidí pensar en mis tíos, a ser posible desnudos, para bajarme la libido que estaba pegada al techo junto a las mozas. No era cuestión de manchar la cama del primo, que siendo varón, adivinaría la procedencia de las manchas. Me volví de nuevo, esta vez hacia el otro lado de la cama.
Cerré los ojos con fuerza tratando de pensar en exámenes, tormentas, el polo norte, algo que me enfriara definitivamente, cuando lo que debiera haber hecho desde el principio era abrirlos hacia la pared de enfrente. Carteles anunciantes de grupos heavies poblaban esa banda; babosos monstruos comiendo guitarras, guerreros góticos con su especie de hachas ensangrentadas, caras pintadas de blanco sobre fondo negro con el único fin de aterrorizar… y sonó un aviso en mi móvil: era la hora de las pastillas para mis tíos.
A la vuelta al cuarto de los horrores, entré y cerré la puerta. Apoyé mi frente sobre ésta y decidí ir a la cama con los ojos cerrados. Cualquier cosa menos apagar la luz, pero antes abrí los ojos un momento y ¡cielos!, la puerta estaba forrada con un cartel de Connan El Bárbaro a tamaño natural con la peor expresión en su cara, y en la pared de al lado, la que tapa la puerta al estar abierta otro más grande del monstruo de Frankenstein con la intención de agarrarme del cuello.
Al sonar el despertador estaba en el sofá del salón con uno o dos dolores en cada uno de los centímetros cúbicos de mi cuerpo. Me levanté trabajosamente y desayuné un litro de café; quería que mis tíos me vieran fresco, no les iba a contar la noche toledana que había pasado, pero no volvería a dormir en esa habitación.
A la siguiente noche, más cansado que después de dos días de farra, les dije a mis tíos que dormiría en la habitación de mi prima, más cercana a la suya, y desde allí oiría con toda seguridad sus voces si necesitaban algo. Les pareció bien, así que les di las buenas noches y recogí mis cosas de la cueva en que traté de dormir la noche anterior y me despedí de Kiss, de Iron Maiden, de las chicas del tejado, de Connan, del monstruo de Frankenstein y de todo cara plana que encontré en ese horrendo lugar. Pasé a la habitación de mi prima y cansadísimo me senté sobre su cama. Se me cayó el alma a los pies.
La habitación estaba llena de muñecos de todos los sexos, razas, tamaños y categoría animal. Unos lloraban, otros reían, tenían actitud de correr o de fumarse un cigarro, muñecas de esas duras y estáticas de mirada fija, sobre la mesa, sobre estantes exprofeso para ello, los más pequeños dentro de un saquito de malla colgando del techo, los más grandes, del tamaño de un niño de diez años, en pie junto a la cama y junto a la puerta… Lo más variopinto que se haya podido ver en muñecos, pero todos con algo en común: ¡Todos me estaban mirando!
Unos golpecitos me despertaron. Tenía los ojos llorosos y moqueaba copiosamente; el dolor de cabeza me tenía medio ciego y apenas pude mirar fuera de la manta.
- ¿Qué haces durmiendo en el sofá? – dijo mi tío.
- Quiero irme a mi casa, – dije lloroso – creo que pillé la gripe.
Nada grave, una gripe de caballo que no les dejaba salir de la cama, pero no podían estar solos. Allá que fui yo para echar una mano, ya que era el único con tiempo libre, para hacerles la compra, la cena… y ya de paso quedarme a dormir; ¡total, para volver al día siguiente!
Me pareció lógico elegir la habitación de mi primo, por ser los dos varones, que mis tíos no piensen nada raro, y ahí dejé mis cosas, en los pocos huecos que quedaban en el desastroso habitáculo. Ojalá me hubiera dado cuenta antes, pero no volví a entrar hasta la hora de acostarme, ya tarde para andar cambiando de idea. No puedo decir el color de las paredes; posters, banderitas, recortes de revistas… tapaban paredes y techo sin dejar un hueco libre ni para una chincheta. Era increíble.
Desde pequeño tengo que tener una pequeña luz en mi habitación; supongo que una mala costumbre inculcada por mis padres que no me he sabido quitar, así que encendí un pequeño flexo apuntando a una pared y me dispuse a pasar la primera noche. La cama está pegada a una pared, como suele ser normal, y como primera posición, costumbre en mí, me acosté encarado a esa pared, de espaldas al resto del mundo.
Entreabrí los ojos, y ante mí había una sonriente calavera en cuyos huecos oculares unos puntitos blancos me hacían creer que me miraba fijamente. ¿Cómo se le ocurrió a mi primo poner semejante dibujo a la altura de la almohada? ¡Está loco! Aparté mi cara del rostro del finado pero eso no era suficiente; era como si su mirada se clavara como alfileres en mis ojos, y decidí ponerme boca arriba. No podía creerlo.
El techo estaba lleno de páginas dobles de revistas con fotos de exuberantes mujeres en todas las posiciones conocidas. No pude sino abrir los ojos todo lo que pude tratando de captar los más ínfimos detalles de aquellas bellezas plasmadas en el lejano techo. Cuando noté que las contorsiones de cuello y cuerpo me harían crujir alguna vértebra, decidí pensar en mis tíos, a ser posible desnudos, para bajarme la libido que estaba pegada al techo junto a las mozas. No era cuestión de manchar la cama del primo, que siendo varón, adivinaría la procedencia de las manchas. Me volví de nuevo, esta vez hacia el otro lado de la cama.
Cerré los ojos con fuerza tratando de pensar en exámenes, tormentas, el polo norte, algo que me enfriara definitivamente, cuando lo que debiera haber hecho desde el principio era abrirlos hacia la pared de enfrente. Carteles anunciantes de grupos heavies poblaban esa banda; babosos monstruos comiendo guitarras, guerreros góticos con su especie de hachas ensangrentadas, caras pintadas de blanco sobre fondo negro con el único fin de aterrorizar… y sonó un aviso en mi móvil: era la hora de las pastillas para mis tíos.
A la vuelta al cuarto de los horrores, entré y cerré la puerta. Apoyé mi frente sobre ésta y decidí ir a la cama con los ojos cerrados. Cualquier cosa menos apagar la luz, pero antes abrí los ojos un momento y ¡cielos!, la puerta estaba forrada con un cartel de Connan El Bárbaro a tamaño natural con la peor expresión en su cara, y en la pared de al lado, la que tapa la puerta al estar abierta otro más grande del monstruo de Frankenstein con la intención de agarrarme del cuello.
Al sonar el despertador estaba en el sofá del salón con uno o dos dolores en cada uno de los centímetros cúbicos de mi cuerpo. Me levanté trabajosamente y desayuné un litro de café; quería que mis tíos me vieran fresco, no les iba a contar la noche toledana que había pasado, pero no volvería a dormir en esa habitación.
A la siguiente noche, más cansado que después de dos días de farra, les dije a mis tíos que dormiría en la habitación de mi prima, más cercana a la suya, y desde allí oiría con toda seguridad sus voces si necesitaban algo. Les pareció bien, así que les di las buenas noches y recogí mis cosas de la cueva en que traté de dormir la noche anterior y me despedí de Kiss, de Iron Maiden, de las chicas del tejado, de Connan, del monstruo de Frankenstein y de todo cara plana que encontré en ese horrendo lugar. Pasé a la habitación de mi prima y cansadísimo me senté sobre su cama. Se me cayó el alma a los pies.
La habitación estaba llena de muñecos de todos los sexos, razas, tamaños y categoría animal. Unos lloraban, otros reían, tenían actitud de correr o de fumarse un cigarro, muñecas de esas duras y estáticas de mirada fija, sobre la mesa, sobre estantes exprofeso para ello, los más pequeños dentro de un saquito de malla colgando del techo, los más grandes, del tamaño de un niño de diez años, en pie junto a la cama y junto a la puerta… Lo más variopinto que se haya podido ver en muñecos, pero todos con algo en común: ¡Todos me estaban mirando!
Unos golpecitos me despertaron. Tenía los ojos llorosos y moqueaba copiosamente; el dolor de cabeza me tenía medio ciego y apenas pude mirar fuera de la manta.
- ¿Qué haces durmiendo en el sofá? – dijo mi tío.
- Quiero irme a mi casa, – dije lloroso – creo que pillé la gripe.
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P.D.: Esto no me ha sucedido a mí; he recreado una situación en la que mezclo mi antigua habitación, cualquiera de las de mis hijos y la de una de mis sobrinas-nietas. Recuerdo a sobrinos que se negaban a entrar, mucho menos dormir, en cualquiera de estas habitaciones.
A veces cuesta adaptarse a algunos sitios...
ResponderEliminarEstá claro de que hay sitios horribles que sin embargo, antes de ser ocupados, cuando les compras los muebles, habitación recien pintadita a la última y todo ordenadito, te queda la satisfacción de haber dejado las habitaciones de tus hijos de lujo, una maravilla vamos...
Pero cuando pasa un mes o menos, la habitación ya no es la misma, parece otra, de otra casa y no la que pretendías que fuera.
Entre posters y muñecas diabólicas, cosas desosrdenadas que parece que ha entrado un ladrón a robar y lo ha dejado todo tirado, queda irreconocible.
Lo pasaría mal el sobrino al intentar conciliar el sueño y para colmo de males, salió enfermo él.
Un saludo.
Concido contigo Európides, las habitaciones de los niños son las perfectas guaridas de los angelitos, pero después de un tiempo....parece que por allí ha pasado el huracán Tijuana :-) y ese vicio especial que tienen los enanos para acumularlo todo, al más puro estilo del síndorme de Diógenes... :-D
ResponderEliminarInteresante relato TitoCarlos :)
Saludos y buen fin de semana a todos/@s