29 de abril de 2009

· ¿Por qué somos violentos? ·


"Sólo lo que no cesa de doler, permanece en la memoria"

-Fiedrich Nietzsche-


El agresivo nace, pero el violento, casi siempre, se hace. La agresividad es un instinto, un rasgo seleccionado por la naturaleza porque aumenta su eficacia biológica de su portador. Pero incorpora elementos que lo regula o lo inhiben. Desde Darwin se acepta que los inhibidores de de la agresividad humana son las expresiones emocionales, sobre todo la expresión facial del miedo.

En cualquier grupo parece haber siempre un equilibrio natural entre el despliegue de la agresividad y su inhibición. Los inhibidores actúan en el momento oportuno, impidiendo que el ataque al compañero pueda traducirse en su muerte. En tal sentido, en la naturaleza parece haber un mandamiento biológico: "No matarás" (a tu compañero). Así, la agresividad permite que el individuo aumente su eficacia biológica sin poner en riesgo al grupo, ya que, si este perdiera miembros a causa de las luchas intestinas, su numero podría situarse por debajo del que asegura su viabilidad.

El ser humano parece la excepción. El hombre no es un lobo para el hombre. Por desgracia. Porque el despliegue de la agresividad entre lobos se desarrolla con un cierto fair play. Dos gotas de orín, soltadas por el lobo vencido y a los pies del vencedor, bastan para salvarle la vida. Sin embargo, la agresividad entre humanos se descontrola a menudo, traduciéndose en atentados contra la integridad física o psíquica del otro, que pueden provocar su muerte.

Biologistas y ambientalistas, posiciones enfrentadas.

La violencia es precisamente eso: la agresividad hipertrofiada y descontrolada. Pero, ¿que factores pueden convertirla en violencia? Historicamente ha habido dos posiciones enfrentadas: los biologistas, que hablan de una determinación biológica (recientemente han sustituido "biológica" por "genetica") de la violencia; y los ambientalistas, que defienden el origen social y cultural de la violencia). Los primeros se atreverian a sostener, por ejemplo, que, maltratando a su compañera, el hombre se garantiza su fidelidad y asegura la presencia de sus genes en el acervo de la población umana. Por su parte, los ambientalistas no vacilarían en mantener, por ejemplo, que tras comportamientos como dar muerte a la propia madre, decapitarla y usar la cabeza como diana para dardos, sólo hay factores ambientales, como una baja autoestima inducida por unas practica educativas maternas rechazadoras e hipercontroladoras.

En mi opinión, entre ambos extremos cabe una tercera posición: la violencia es agresividad hipertrofiada, y esta hipertrofia se puede producir por la acción de factores biológicos o ambientales. Hay que destacar que la mayoria de los estudios cifran la influencia de factores biológicos en no más del 20% del total de los casos de violencia. Pero, también, conviene enfatizar algo que se pasa por alto con frecuencia: los factores ambientales que originan la violencia lo hacen incidiendo sobre la agresividad y, por consiguiente, sobre un rasgo. Es necesario, pues, conocer el sustrato biológico de la agresividad para poder entender como operan sobre él los factores ambientales.

Una respuesta agresiva, por ejemplo, de un tipo defensivo tiene múltiples componentes. Entre ellos figuran la postura adoptada (normalmente la inmovilidad), el incremento de la respiración, el rítmo cardiaco, la sudoración (en las palmas de los pies y de las manos), el estado de vigilancia... Tras estos componentes, hay una serie de estructuras entre las que destacan el hipotálamo (el gran regulador de nuestro sistema endocrino y controlador parcial del sistema autónomo), la sustancia gris periacueductual (conectada con la adopción de la postura inmovíl), el locus coeruleus (pequeño conjunto de neuronas productoras de noradrenalina que inervan la mayor parte de nuestro cerebro) y los nucleos del rafe (conjuntos de neuronas productoras de serotonina que, asimismo, se proyectan hacia la mayor parte del cerebro). Hoy sabemos que estas estructuras no operan por separado, sino bajo las directrices de la amigdala.


Informaciones cruzadas y estructuras en forma.

Imaginemos que vamos paseando y veos algo enrocado en un árbol. A través del nervio óptico, el estímulo visual llega primero al tálamo. Desde allí utiliza dos vías para acceder a otras partes del cerebro. Una conecta al tálamo con la amigdala, y la otra va desde el tálamo a la corteza occipital visual. En el primer caso, el estimulo visual (algo enrroscado: ¡horror, podría ser una serpiente!) llega directamente a la amigdala, que provoca en el organismo una reacción instantanea (incremento de pulso, inmovilidad, agudización de los sentidos...). Mientras, el estimulo visual habrá alcanzado la corteza occipital a través de la segunda vía, donde será procesado y refinado hasta obtener la imagen real del objeto (una manguera) que será transmitida a la amigdala. Ésta, a su véz, está interconectada con la corteza prefrontal -la parde de nuestro cerebro más evolucionada, la del pensamiento-, que dará finealmente las directrices necesarias para reestablecer la calma. Así, la imagen manguera, enviada por la corteza visual a la ámigdala, se une la información transmitida hacia ella por la corteza prefrontal. Ante ciertos estimulos visuales, primero nos excitamos, porque un neurotransmisor (la noradrenalina) aumenta su presencia en nuestro organismo, y, después, nos calmamos, cuando otro neurotransmisor (la serotonina) inhibe nuestra actividad neuronal. La ámigdala está unida, tanto a las partes más primitivas de nuestro cerebro, como a la corteza prefrontal, la sede de la razón y la consciencia. El resultado es que las reacciones instintivas dejarán paso a las acciones reflexivas.

Impulsivos y psicopáticos, dos formas de asesinar.

Sin embargo, a veces la conducta agresiva no se regula bien. Por una parte hay seres humanos que dicen haber matado a otros en un arranque, en un momento de gran excitación. Es como si en esos instantes no operaran ni las expresiones faciales de la victima (en el plano incosciente), ni la razón, que parece barrida por el torrente de emocieones que llegan a la corteza prefrontal desde la ámigdala. Eso es lo que parecen indicar la imagenes cerebrales tomadas mediante tomografias de emisión de positrones: la corteza prefrontal de estos homicidas (los llamados "impulsivos" o "afectivos") aparece con el color azul verdoso caracteristico de las zonas de baja actividad.
Por otra parte, hay otros seres humanos que matan con gran frialdad, como si carecieran de emociones. Es muy probable lo que realmente les sucede, pues, cuando la razón se hiperexcita, secuestra a la ámigdala y la vuelve hipoactiva. Si la ámigdala tiene una actividad baja, así es el nivel emocional. Es el caso de los asesinos psicopáticos, que matan sin miedo y sin que les tiemble el pulso.
Llegados a este punto, podemos extraer algunas conclusiones. En primer lugar, somos violentos porque ese complejo sistema presidido por la ámigdala en interconexión con la corteza prefrontal sufre alguna perturbación de origen biológico. Por ejemplo, es posible nacer con un gen mutado para la serotonina, de modo que este neurotransmisor sea incapaz de inducir los cambios de comportamientos normales. Pero es mucho mas probable, en segundo lugar, que nuestra violencia nazca de perturbaciones de ese sistema causadas por factores de tipo ambiental, como antes hemos comentado. Entre ellos sabemos hoy que destacan los individuales y, en particular, el tipo de socialización tendida, el sufrimiento de maltrato infantil y la adopción de habitos de vida insanos como el consumo de sustancias toxicas (alcohol y drogas). A continuación, los analizaremos brevemente.

Primero: las emociones se procesan en nuestra corteza prefrontal a la luz de las ideas, pensamientos y sentimientos que se van adquiriendo a lo largo de lahistoria personal. Por ejemplo, si una persona es socializada en una ideología según la cual el ser humano diferente es inferior, sus ideas le llevarán a convertir en una conducta xenófoba lo que, en principio, es una simple reacción natural ante lo extraño.

Maltrato infantil: violencia que engendra violencia.

Segundo: el maltrato infantil y, en particular, el maltrato físico no sólo causa lesiones más o menos graves en los brazos, las piernas o el alma del niño. Ni tampoco -sobre todo el masculino- conlleva el riesgo de que la victima se acabe convirtiendo en verdugo, porque haya aprendido que el uso de la violencia es conveniente o necesario para resolver conflictos o alcanzar objetivos. También altera las interconexiones entre la corteza prefrontal y la ámigdala. Es lo caracteristico del sindrome del niño zarandeado.

Tercero: el abuso de alcohol y drogas se relaciona de forma muy significativa con la violencia. El alcohol está presente en el 50% de los casos de violencia domestica contra la mujer en el mundo y la presencia de las drogas está creciendo de forma alarmante. A este respecto es preciso recordar que conseguir la dosis no es lo único que puede llevar al drogodependiente a obrar con violencia. Hay drogas psicoactivas que influyen mucho sobre el equilibrio de nuestro sistema neurotransmisor, en particular sobre el que debe mediar entre la producción de la noradrenalina que nos excita y la de la serotonina que nos relaja.


Calma y agresividad, dos efectos en una misma droga.

Así, no conviene minusvalorar la acción de algunas drogas consideradas menores (frente a la cocaína o la heroína) como las llamadas "de diseño" y, en especial, el MDMA o éxtasis. Esta droga hace que las neuronas productoras de serotonina vuelquen en el exterior la mayor parte de su carga. El individuo bajo los efectos de la serotonina se comportará, al principio, de forma calmada y amigable. Pero parece que nuestras neuronas necesitan más de siete días para volver a producir las cantidades habituales de serotonina. A la larga, el cerebro de un adicto al éxtasis llegará a tener menos del 75% de la serotonina normal. Si la noradrenalina es nuestro acelerador y la serotonina, nuestro freno, la consecuencia es obvia: una alta probabilidad de accidente.

Deberiamos, por consiguiente, potenciar las medidas adecuadas para combatir la lacra de las drogas psicoactivas. No bastan las de tipo policial. Es necesario, ante todo, incrementar la capacidad crítica de nuestros jovenes a fín de decir "no" a algo, que desgraciadamente se ha convertido en un elemento más del universo adolescente y, de no ponerse remedio, infantil.

En suma, la educación y, en especial la que aumenta la capacidad del joven para saber elegir deberia dotarle de medios que le ayuden a oponerse a la tentación de la droga. Pero la educación hace bastante más que eso. La historia personal de un individuo no está afectada sólo por sus vivencias de infancia en relación con el consumo de sustancias toxicas o el padecimiento de maltrato. El niño aprende tanto de lo que experimenta en sí mismo, como de lo que observa en otros, sean estos personas de carne y hueso o personajes de las pantallas de cine, televisión, internet o videojuegos. Este tipo de aprendizaje se llama modelado simbolico. A través de de éste, algunos niños aprenden a comportarse violentamente. No quiero decir que su violencia sea fruto directo de lo que ven en las pantallas, sino que se trata de niños que, por lo común, viven ya en un entorno violento o que tienen una propensión hacia la violencia, y que aprenden de las pantallas cómo dar forma a su comportamiento. No debería olvidarse, además, que hay criaturas que, en un momento crucial de sus vidas (en particular, cuando descubren su sexualidad) se refugian por diferentes motivos en fantasias aberrantes.


Individuales, familiares y otros factores ambientales.

Estos Jóvenes escarvan en la basura de las pantallas para dar forma a sus ensueños pornográficos y violentos, e imitan sus oscuros héroes o heroínas. No son muchos. Pero su comportamiento brutal, gratuito y espectacular nos sobresalta cada cierto tiempo.
Además de los individuales y familiares, hay muchos otros factores ambientales en el origen de la violencia. En concreto, en una investigación reciente del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia sobre todos los casos de violencia infantil registrados por los Servicios Sociales de España, hemos encontrado que nueve de cada diez agresores de niños tienen sólo estudios elementales o carecen de ellos. Tener estudios no es importante porque la erudición lo sea, sino porque forman en el autocontrol y permiten el desarrollo de habilidades sociales para la interacción con los demás. Y eso es lo que hechamos en falta entre las personas que maltratan a sus hijos: suelen ser incapaces de controlar el estrés que surge a menudo en las relaciones paterno-filiales. Pero en el mencionado estudio -publicado bajo el título Maltrato Infantil en la Familia. España (1997-1998), Documentos del Centro Reina Sofía, nº4, 2002-, hemos obtenido otros datos que deben hacernos reflexionar. La mayor parte -ocho de cada diez personas que maltratan a sus hijos- están desempleados. Obviamente, carecer de empleo y, en consecuencia. tener problemas económicos es un factor que, en general, incrementa el nivel de estrés del afectado y, en circunstancias particulares, puede llevarle conscientemente a delinquir para poder salir adelante. Además, suele tratarse de personas cuya vivienda no dispone de espacios en los que la privacidad sea respetada. En el estudio mencionado, así vivían seis de cada diez agresores.

De todo lo dicho se desprende una conclusión optimista: la violencia no es algo así como un fatum, un destino inexorable que cumplir. El futuro, en este caso, está casi por completo en nuestras manos. Quizá la ruleta genética nos juegue una mala pasada. Pero eso, hablando de violencia, ocurre pocas veces. Nuestros problemas son otros: una mala socialización, maltrato infantil, consumo de sustancias tóxicas, bajo nivel de formación, desempleo o empleo precario, vivienda inadecuada... Son todos factores contra lo que se puede y se debe actuar. Sólo lo impide el egoísmo de algunas concepciones del mundo.
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· Autor: José Sanmartín (Director del Instituto Reina Sofía para el Estudio de la Violencia) | José Antonio Peñas (Infografía).
· Vía: Muy Especial, nº59 (Hemeroteca privada).

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