31 de marzo de 2009

Libertad sin ira.

Esta de hoy, es mi primera entrada como autor en Yenodeblogs. Habitualmente, escribo sobre mis aficiones en mi bitácora, la cual se restringe, como algunos ya sabéis, a aficiones minoritarias. Hoy quiero estrenarme como colaborador de este site, tocando un tema diferente y el cual espero os resulte de interés.

Era un lunes cualquiera en una de las muchas oficinas del INEM de nuestro país, se respiraba un asfixiante calor en la sala de espera, abarrotada de personal sin empleo, todos pendientes de la pantalla digital, la cual, cada pocos minutos señalaba números y mesas donde acudían entre resignados y esperanzados, los solicitantes. A mi lado, una silla quedó vacía, un afortunado había sido premiado tras una hora larga de espera. Durante breves momentos, esa silla permaneció vacía, esperando a otro parado, diferentes personas se disputaron el llegar a ella desde el pasillo, el más rápido, un hombre que aparentaba unos cincuenta años, mal llevados, consiguió sentarse en ella.

La primera impresión que tuve de él fue de higiene, recién duchado emanaba un dulce olor a gel de baño y champú. Sus manos sostenían la consabida carpeta, llena de papeles administrativos, la cual apretaba con evidente falta de práctica. Su ropa era barata, pantalones con remiendos y un gastado jersey de punto, sus viejas playeras presentaban signos de agonía y desgaste, como si hubieran recorrido interminables kilómetros de fértil andadura. Su cara, surcada de arrugas y cicatrices, sugería una vida dura y desgraciada. Pronto entablamos conversación, primero los tópicos habituales de dos desconocidos, que si el clima, que si cuanta gente, que mal están las cosas, la consabida crisis y todas esas maneras diferentes que tenemos los seres humanos para comenzar a comunicarnos.
Nos presentamos, y tras un vigoroso apretón de manos, Arturo comenzó a desgranarme su pasado inmediato, acababa de salir de prisión, vivía en una pensión de medio pelo y no conocía a nadie en esta ciudad. Intentaba conseguir un empleo tras haber perdido otro como buzoneador de publicidad. Se fue metiendo en harina mientras yo escuchaba sin preguntar, una a una fue contándome sus desgracias, sus anhelos y sus desesperanzas, mientras no apartaba sus oscuros ojos de los míos, esperando mis reacciones a lo que me relataba, una infancia en un barrio de extrarradio de una gran ciudad, una familia destrozada por el alcohol y los vicios, un joven adolescente cometiendo sus primeros hurtos, el reformatorio, los castigos, las torturas físicas y psicológicas, la vuelta a la calle sin ayudas, la falta de estudios, la desesperación de dormir en la calle, el hambre, las enfermedades, las largas noches en los albergues sociales, las colas de la cocina económica, los desprecios y humillaciones, la vuelta a la delincuencia como única salida, los buenos años de buena vida producto de esa misma marginalidad, su primera vivienda propia, su coche, sus compras. Más tarde lo encarcelaron, cuestiones de chivatos, ya sabes, me dijo, como si efectivamente, yo supiera. Años de prisión, las peores compañías, las vejaciones, la soledad de la celda, el incomestible rancho, la corrupción de los guardias, las drogas, los pequeños momentos de vana felicidad y por fin, la calle, a sus treinta y siete años, sin familia, sin amigos, sin cobijo, sin trabajo, desconectado, totalmente al margen de todo lo nuevo en los últimos quince años.

Su tono mientras relataba todo esto, no varió, siempre firme y pausado, sin apenas emociones, sin rencores. Sin ira, una ira que a medida que había seguido su relato, había nacido en mi interior, se había desarrollado y pugnaba por salir convertida en una explosión de odio y rabia. Odio a todo lo que había convertido a ese ser humano en el hombre que ahora era, rabia de impotencia, una rabia incomestible, bilis pura que me devoraba el alma mientras recordaba mis insignificantes preocupaciones y miserias, era yo una bomba de relojería a su lado, uno más de los despreciables seres que vivíamos al margen de realidades como la de este hombre, de los que acostumbrábamos a apartarnos de gente como él cuando los encontrábamos en la calle, indignos ciudadanos de una vida libre y sin barrotes.
Hoy, Arturo sigue buscando empleo, sigue viviendo en esa mísera pensión, pero algo ha cambiado, ya conoce a alguien, alguien que quisiera ser mejor persona de lo que es y a quien un dia, él, pueda llamar, amigo. A su lado soy insignificante, ya que yo soy incapaz de disfrutar de mi libertad, sin ira.
Le dedico estas líneas a todos los Arturos que cada dia se sientan a nuestro lado, en el metro, el autobús, el tren, y en las largas filas del INEM.

Pablo Cantero "Picapiedra"

4 comentarios:

  1. Un gran relato que ha hecho que no pierda la atención y lo lea de un tirón con interés hasta el final.

    Es un claro ejemplo para que viendo los problemas de los demás, nos sintamos por un lado, dichosos con nuestras propias vidas o de la suerte que tenemos y por otro la tristeza de la realidad que a muchas personas les toca vivir sin poder hacer apenas nada por evitarlo.

    Saludos.
    Európides.

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  2. Enhorabuena Pablo por haber decidido "no mirar para otro lado".

    Saludos.
    Arwen

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  3. Un relato muy conmovedor Pablo, de una realidad que por desgracia hoy día es la de muchos.
    Esta situación de crisis en la que nos encontramos nos hace más sensibles y solidarios con los demás, el corazón se crece al sentirnos más cercanos en nuestros sentimientos y vivencias.
    Muy buen post Pablo.

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  4. Me alegro os haya gustado, a ver si sigo publicando cosucas todas las semanas. Un saluduco.

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